domingo, 8 de marzo de 2009

TÚ LE TENÍAS MIEDO A LA LLUVIA




Tú le tenías miedo a la lluvia
y yo la quería en mi piel
porque me recordaba a Aguaytía
cuando penetraba en sus montes
y me perdía entre árboles y maleza
como cuando uno se pierde
entre los vellos púbicos y húmedos
de una mujer que ama tanto,
cuando iba al riachuelo
a remojar los pies
y lavar mis calzoncillos
y caía la lluvia torrencial y lo hacía crecer
en un temible río
que se llevaba ramas y miradas,
sonidos de pájaros que anunciaban las cinco
de la tarde
como cuando te encontré ayer
sonriendo en el terminal junto a tu madre,
tímida como un señuelo para los peces huidizos.

Tú le tenías miedo a la lluvia,
a que te dejara desnuda
y borrará tus azules párpados,
tu blanca melancolía,
y nos refugiamos
para no mojarnos
en una feria de artesanales baratijas
y nos sentamos a beber
como esos caballos sedientos
que abrevan del río
después de haber corrido por los desfiladeros.
Tomamos pisco sour de sediento limón
que dejó espuma de mar en el fondo
de nuestras almas que se encontraban después de tiempo,
tantos meses sin verte
pesados y lentos
que se corrieron de tus labios,
sequías en la boca que dejó el verano
y poemas detrás de tus pies.

Tenías miedo
pero la lluvia era menuda niña
que pedía un poco de amor
y se iba metiendo entre las hendeduras del techo
y tú ibas aplaudiendo
y repitiendo canciones de la Vieja Ola
que te llevaba a sus musicales océanos,
y nos matamos de risa con las ocurrencias
de Pepito Quechua y sus cumbias calentonas
que tenían ají picante en la boca
y un humor lujurioso que desploma.

Yo te miraba así tan delicada como el plumaje
de un ave que esperaba bajo la lluvia
algún cielo despejado,
los ojos de la selva en ti extraviados,
me contaste de tu vida
y yo te conté de la mía
como si camináramos por un campo de alfalfa
y nos tocáramos la mano
sin decir nada más
para contemplar el paisaje
que muy dentro echaba raíces de sauce.


Y andamos el Parque de la Exposición,
tus ojeras eran noches hundidas en una cama de hierba
bajo esta luna acalambrada y pura,
tan diferente cuando sales a pasear
las orillas de Ámbar (pueblo serrano de Lima)
en una noche tan oscura como un amor incomprendido
que se oculta en una madriguera de liebre
y no hay poste de alumbrado público ni tráfico que te perturbe
y alumbre con sus sucias luces,
solo las estrellas tan cerca de uno,
tan cerca de las flores cerradas de los zapallales,
cansadas de perfume y del peso de sus frutos,
tan cerca del río que no se cansaba de zumbar en mis oídos.


Yo te decía que estaba harto de la rutina
que quería escaparme por las rutas de un camino inca
o de un tren que me lleve a lo verde, desconocido y líquido,
cruzar las sierras y los montes y conocer gente sencilla,
entrar a sus casas y salir por sus ojos de bienvenida,
dormir cerca de un lago con el aire frío de las montañas
y entregarme a los brazos de una lugareña insaciable
para que me caliente con la fogata de sus piernas.


Los gansos venían a ti embrujados por tus dulces sonidos
y las danzantes de tijeras hacían malabares infernales,
colores de la sangre y del viento y del cuerpo,
las parejas se exploraban en las bancas,
nucas asediadas y labios asaltados por un beso,
abrazo fuerte muy fuerte como el que tú me das
con tus pechos enormes como nubes rozando esos lunares
o como cetáceos sobre el cielo,

intentaba decirte que te quería
pero solo te decía, solo te decía
que tu le tenías miedo a la lluvia
cuando acariciaba tus hombros
tan limpios como dunas,
tan suaves como la neblina,
tan sensuales como pétalos
consumidos por el agua hirviendo,
hombros que me enardecían por el sur,
no sé si era la lluvia
o era tu piel de ser alado
que me mojaba
bajo la mesa.

1 comentario:

Marian Raméntol dijo...

Y regreso a este lugar, porque hace mucho descubrí el vuelo de tu palabra, y con tu permiso me quedo a trenzar los versos, despacio...

Un abrazo
MArian